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Llegó confiado a la cita. Estadio de San Marcos, noche fría, 9: 38 p.m. Traje negro, lentes oscuros. Antes de él estuvieron dos más (Anna Carina Copello y Dragón y Caballero) y sirvieron como aquellos previos anticipados cuya misión (la cual cumplieron a la perfección) es calentar el ambiente. Y así nos dejaron: esperando más, esperando lo mejor, el plato fuerte, la estocada final. Por un momento se hizo el silencio. Se apagaron las luces. Luego se encendieron. Se escuchó un acorde y por fin, luego de tanta espera, él se hizo ver. Comenzó la faena, musical claro está.

Marc Anthony ya no es aquel primerizo que viéramos por primera vez hace 20 años. Marc nos conoce y sabe exactamente qué puntos tocar para llevarnos a la gloria. Marc es un compañero experto, 100% eficaz, aquel que sabe, tras una infinidad de encuentros anteriores, con quién está y por eso no tiene que explotar en halagos sin razón ni caricias sin rumbo. Marc va de frente, sin rodeos, sin miramientos y sin tapujos.

Comenzó a moverse y sí que lo sabe hacer, otra característica que distingue al buen compañero. Su ritmo cadencioso tuvo eco, por supuesto. Moviéndose sin parar, gozando sin tregua, así veíamos a Lima: sudorosa, pero complacida. “Aguanile”, aquella canción que alguna vez le escucháramos a Héctor Lavoe, le cantó para comenzar la noche. Lima la estaba pasando bien, pero la primera contracción de placer, el primer espasmo de gozo, no llegó hasta “Vivir lo nuestro”, la tercera estocada (musical) de la noche. Lima explotó por primera vez.

“Me siento como en casa. Ya saben… Hemos compartido tantos años”, dijo con una sonrisa pícara en los labios. Una bandera le llegó desde el público. La tocó, la besó, la abrazó. La gente aceptó el elogio, lo aplaudió.

Marc daba, ella recibía gustosa. “Valió la pena”, le dijo, Lima asintió con la cabeza, con los hombros, especialmente con los pies. ¿Pero qué se había creído? No lo iba a soltar así de fácil. Le reclamó por más, él aceptó sin chistar. Otra característica que define al buen partner: el saber ceder. “¿Qué precio tiene el cielo?”, le preguntó, ella no contestó, siguió moviéndose, ese era, por ahora, su deber. “Qué cante mi gente” le gritó. La contracción se hizo más fuerte. El final estaba cerca.
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